El conflicto sociopolítico de Nicaragua, originado por la gestión del presidente, Daniel Ortega, cumple 100 días en medio de la incertidumbre generada por la mermada economía, la violencia que no cesa y el éxodo de ciudadanos atemorizados por una situación sin perspectivas de pronta solución.
La represión y las amenazas del Gobierno hacia quienes alzan su voz en contra de Ortega, de 72 años, generaron un cambio radical en el país que, hasta hace poco más de tres meses, tenía la imagen de ser el más seguro y pacífico de Centroamérica: entre 295 y 351 personas han sido asesinadas desde el pasado 18 de abril durante las protestas antigubernamentales.
Las fallidas reformas al seguro social planteadas por Ortega desataron una oleada de multitudinarias protestas que desembocaron en una lucha desigual, en la que los manifestantes autoconvocados, en su mayoría estudiantes universitarios, levantaron barricadas para protegerse de la violencia armada de las fuerzas progubernamentales.
La crisis provocó que cientos de medianas y pequeñas empresas echaran el cierre y muchos nicaragüenses se han visto obligados a salir del país por temor a la violencia o en busca de un empleo que sustituya al que han perdido.
Los sectores más afectados son el turístico y el hostelero, que, según han reconocido diversos empresarios, cuyo nombre omiten por temor a represalias, han dejado de recibir clientes y, por ende, se vieron obligados a cerrar sus puertas al público. Ese es el caso de hoteles, restaurantes, bares y lugares de ocio en general.
Las pérdidas económicas, de las que todavía no hay datos concretos, han puesto a Nicaragua en una situación difícil, ya que no cuenta con un potencial económico fuerte para salir, a corto plazo, del pozo en el que se ha sumido desde el comienzo de la crisis, cuyo fin no se prevé cercano.
Según reiteró la Iglesia Católica, la solución al conflicto que afecta a todos los sectores de la sociedad es complicada, debido a la falta de voluntad de diálogo por parte del Gobierno, que no está dispuesto a renunciar ni a adelantar elecciones, tal y como piden la gran Alianza Cívica.
Y esto se suma la crisis social que ha generado la violencia de las balas de las «fuerzas combinadas» gubernamentales, integradas por policías, parapolicías, paramilitares y antimotines, que continúan matando a los que se manifiestan contra el Gobierno.
Pese a la gravedad de la situación, ninguna de las partes está dispuesta a ceder en una lucha que ocasionó ríos de sangre con cientos de muertos y heridos, secuestros, torturas y desapariciones forzadas de jóvenes, cuyo paradero sigue sin conocerse.
Así lo manifestaron los autoconvocados por una parte y los sandinistas por otra en sendas marchas realizadas el Día Nacional del Estudiante en Managua, que se celebró el pasado lunes, cuando ambos bandos dejaron claro que no cederían hasta alcanzar los ideales por los que matan y mueren.
Paz, justicia, democracia y libertad. Son palabras que unos y otros hacen suyas, pero en contextos dispares y con actores diferentes.
Los sandinistas abogan por la continuidad de Ortega y su esposa y vicepresidenta del país, Rosario Murillo, mientras que los manifestantes exigen el abandono inmediato del presidente y todo el Ejecutivo.
Nicaragua está sumergida en la crisis más sangrienta de su historia en tiempos de paz y la más fuerte desde la década de 1980, también con Ortega como presidente.
Las protestas contra Ortega y Murillo comenzaron el 18 de abril pasado por unas fallidas reformas de la seguridad social y se convirtieron en una exigencia de renuncia del mandatario, después de once años en el poder, con acusaciones de abuso y corrupción.
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