Magia y naturaleza
Adán Echeverría
Los preceptos positivos son los encantamientos;
los preceptos negativos son los tabús.
James George Frazer
¿Por qué decidí ser biólogo? Antes de pensar en ser biólogo quise ser médico, y lo quise durante toda mi infancia, y luego quise ser sacerdote. Lo cierto es que en la preparatoria nos daban una cartilla que debíamos devolver marcadas por, mínimo, tres carreras profesionales que teníamos que visitar. Yo decidí visitar las carreras de Químico Farmacobiólogo, Médico Cirujano y Biólogo. La primera visita fue a la Facultad de Química, que entonces se encontraba a un costado de la preparatoria número uno, donde yo estudiaba, en la Universidad Autónoma de Yucatán. No hubo mayor problema, la carrera era lo que yo suponía, y era una de mis opciones, siguió siéndolo.
El segundo sitio, era de los más visitados por los estudiantes de preparatoria, decenas, cientos, de estudiantes nos dimos cita en ese sitio. Yo había trabajado ya en dichos edificios de la Facultad de Medicina, pues mi madrina, de cuyo nombre ni siquiera me acuerdo, así de relacionados estaban mis padrinos conmigo, mi madrina tenía un espacio en el edificio donde sacaba copias, y yo, a mis quince años trabajaba ahí sacando copias, vendiendo refrescos a los estudiantes. Me tocó estar ahí cuando mi padrino, entonces Secretario Académico de la Facultad, muriera de un paro cardiaco, y en ese recinto del saber médico, nadie pudo hacer nada por él, y no pudieron cargarlo y cruzar la avenida hacia los varios hospitales cercanos de la facultad: Hospital Juárez del IMSS, Hospital O’Horán que se encontraba apenas en la esquina. No. Mi padrino murió ahí en los corredores, sufrió un paro cardiaco.
Ahí estaba yo dos años después preparándome para tomar la plática necesaria y recibir la firma en mi cartilla. Y entonces ocurrió: unos miserables estudiantes de los últimos años expresaron esta lindura: “Nosotros, los estudiantes de medicina, los médicos somos lo más importante de la sociedad humana; nadie hay más importante que nosotros; somos lo único que separa a la vida de la muerte. Y ser médico es algo que no cualquier puede lograr. Esta es una carrera para los elegidos”. ¡Vete al carajo!
Me levanté y me fui de aquel lugar, rompiendo para siempre con aquella idea que desde los seis años traía en la cabeza. “Pobre pendejo”, pensé. “Pero qué carajos se creen estos chamacos que estudian para médicos, cuajados desde jóvenes en la soberbia.”
Después fui, ya desanimado, a tomar la plática para ser biólogo. Una carrera que apenas comenzaba en mi querida Mérida, la de Yucatán. Sin embargo, entre risas y chascarrillos de los estudiantes que preparaban la charla y la presentación de un vídeo que nos proyectarían, me sentí animado. Yo estaba solo, siempre disfruté andar solo por todos lados, Sentado lo más lejos de donde se habían sentado todos, muy pocos en verdad. Se apagaron las luces del auditorio, los jóvenes estudiantes que conducían el evento narraban mientras la cámara mostraba un paisaje a oscuras, vegetación, caminos de terracería, el sonido siempre vibrante de la selva, fue mágico. Los chicos dijeron que participaban de un proyecto para seguir rastros de jaguar en la selva de Quintana Roo, e incluso honestamente concluyeron: “Pasamos tres días en la selva buscando y siguiendo rastros, no vimos ningún jaguar, —y estallaron en risas—, pero así es este trabajo”. Yo sonreía despatarrado en mi butaca al final del auditorio. Y me quedó claro: seré biólogo.
Sin embargo, aún palpitaba en mí el deseo de ser sacerdote, mi otro deseo de la niñez. Yo había sido acólito desde los 11 años. Viví retiro en conventos, en seminarios, y participaba en el coro, había sido catequista, y ahora dirigía el grupo de acólitos y el de jóvenes. Con mis amigos, incluso, pintábamos la capilla donde servíamos; estaba muy metido en la religión, y lo disfrutaba tanto. Aunado a eso también pertenecía a un grupo de scouts, fui lobato, tropero, siempre líder de mi seisena o de mi patrulla, y llegué hasta ser parte del clan de uno de aquellos grupos. Amaba las excursiones al campo, los retos en la naturaleza. Por eso cada que podía me lanzaba a las cavernas, al campo, a las playas, a los cenotes. Todo en mi vida tenía que ver con el humanismo.
Una tarde de aquellas, aún me veo de pie sobre la arena mirando hacia el Golfo de México, yo tenía que decidir si entraba al seminario o si entraba a la licenciatura en biología. Supe enseguida que me era muy difícil soportar la cercanía de las personas; me sería mucho mejor estar solo en el campo, solo en el océano, solo entre libros, sólo en el laboratorio. Y por eso me decidí.
Todo esto fue mágico, como mágico ha sido siempre amanecer remando sobre aguas ambarinas mientras haces un conteo de aves; mágico es pasar días en el mar, escuchar el viento, sentir los olores, gozar del peligro del oleaje que todo lo mueve. Mágico ha sido mirar un vialecito con el ADN flotando dentro como una nubecita blanca, antes de pasar al termociclador. Es un refugio maravilloso, lejos de las sociedades humanas, siempre tan salvajes, siempre con la capacidad innata de destruirlo todo.