Desde que era niño, aprendí a tomar todas las mañanas una píldora que me hiciera encajar en una identidad que no era la mía: la identidad heterosexual. Esta píldora tenía el poder de recordarme sistemáticamente los comportamientos socialmente aceptados de un hombre: «siéntate como hombre… no camines así, camina como hombre… no cantes así, canta como hombre… no llores… no juegues con muñecas… no muevas las manos así, te ves amanerado».
Esa píldora tenía el poder infinito de negar cualquier pulsión de homosexualidad que hubiera en mi interior y, sobre todo, el poder de hacerme sentir avergonzado por experimentar cualquier sentimiento homosexual. Además, tenía el poder de hacerme actuar como un hombre —lo que sea que eso signifique— o, al menos, eso creía yo a tan corta edad, a los tres y cinco años.
Entonces, como todo niño obediente que desea ser querido y aceptado por los demás, aprendí a callar, a esconderme, a pretender no ser, a pretender ser normal, a negar mi existencia y a recurrir a la única cosa que tenía a mi alcance: convertirme en un niño excepcional; en un niño de dieces; en uno que solo pensaba, pensaba y pensaba sin necesidad de sentir nada; en un niño que debía silenciarlo todo y, sobre todo, silenciarse a sí mismo.
Esa píldora tenía el poder infinito de negar cualquier pulsión de homosexualidad que hubiera en mi interior.
Tenía miedo. Mucho miedo de ser rechazado y de no pertenecer a ningún lado. Un miedo profundo de ser descubierto, un miedo profundo a ser humillado, un miedo profundo a ser avergonzado públicamente y tenía terror de vivir la violencia que experimentaban aquellos que no tenían la fabulosa habilidad de esconderse como yo. Tiempo después aprendí que no parecer gay era una habilidad socialmente premiada.
A los dieciséis tuve mi primera novia. Sí, novia con a. Entonces, esa pastilla, la píldora heterosexual, tuvo el enorme poder de hacerme sentir que finalmente me había curado. Respiré. Lloré. Me alivié. A riesgo de equivocarme, esta pastilla es tan poderosa que debería ser investigada por los círculos médicos para descubrir los efectos permanentes que tiene en la salud humana, particularmente en la salud mental y emocional.
Todo iba bien, si no fuera porque seguía sintiendo con toda la fuerza de mi ser un gusto y una atracción indecibles e inconfesables por las personas de mi propio sexo. Todo iba bien, y mi curación transitaba por un proceso perfecto, de no ser porque conocí, del otro lado del mundo, a un hombre que me invitó a pasar la noche en su casa. Todo iba bien, de no ser porque me besó, de no ser porque sentí su barba rozar mi propia barba, sabiendo perfectamente que él no era mujer y que yo ya no tenía escapatoria. Él era gay y me estaba besando en la boca y, por más que yo lo negara, eso me hacía gay a mí también. Me hacía enfermo, me hacía desviado, me hacía culpable del enorme delito de ser homosexual. No dormí ni un segundo aquella noche y a la mañana siguiente salí corriendo —huyendo— no de él, sino de mi propia homosexualidad. Yo no podía ser gay.
La píldora entonces seguía funcionando: seguía alejándome de mí y de toda pulsión y sentimiento de mi propia realidad. Comenzó entonces un largo viaje de soledad, aislamiento y autodestrucción porque de alguna forma asimilé que tenía que aniquilar todo lo que sentía y era, aunque llorara sin parar. Tenía entonces una misión muy clara: tenía que matar todo rastro de homosexualidad que existiera en mí. La pastilla tuvo entonces un efecto secundario que no estaba indicado en la prescripción médica socialmente recetada: me quería morir. Necesitaba morirme silenciosamente.
Años después he venido a comprender que esto es homofobia, y que eso que he sentido por años y que a veces sigo sintiendo es el odio que internalicé en mi contra por la simple y llana razón de ser gay. No obstante, con el paso del tiempo, entendí que existían otras alternativas, pero la alternativa que tenía ante mí no era necesariamente mejor. Esta nueva alternativa, si acaso puede llamársela de esa forma, era la opción del gay perfecto. Respiré a medias y con dificultad. Podía ser gay siempre y cuando me comportara dentro de las exigencias y estándares sociales permitidos.
En consecuencia, tenía que tener el cuerpo perfecto, la pareja perfecta, los amoríos perfectos, el trabajo perfecto, el perro perfecto, la camioneta perfecta, la ropa perfecta, la vida perfecta, la felicidad perfecta. Por si esto fuera poco, el gay perfecto no se besa en público, no se ama en público, no se expresa en público y forma parte de las críticas a las otras expresiones de sexualidad distintas a la heterosexual: critica a los de su especie, los desprecia, los violenta y, en secreto, les envidia porque tuvieron más coraje que uno de ser como realmente son.
Como podrás imaginarte, solo encontré una decepción aún más infinita por no cumplir nunca con estas exigencias. Casi dejo de respirar por una completa asfixia que me llevaba inconscientemente a tratar de cumplir al pie de la letra las normas heterosexuales que me permitieran encajar en el molde del gay perfecto.
La vida, sin embargo, me ofreció otras opciones a mis casi 37 años. Esas opciones me han regresado el poder de cuestionar, desactivar y derrumbar, después de un largo proceso, los efectos colaterales de la píldora heterosexual. Quizá muchos sigan pensando que la única lucha pendiente que tenemos es la legal, la batalla de los matrimonios igualitarios y la adopción monoparental. Y lo son, pero son solo una de mil batallas.
Tenía miedo. Mucho miedo de ser rechazado y de no pertenecer a ningún lado.
Para mí, el verdadero reto fue y sigue siendo vivir fuera del clóset. Vivir fuera del clóset bajo mis propios estándares, aquellos que me hacen sentir libre y cómodo en mi propia piel. Fuera del clóset en mi oficina, en la calle, en el parque y con mis amigos de todo tipo, pues a veces soy diferente también de mis propios amigos gays.
Mi reto es vivir fuera del clóset a pesar de cualquier grupo conservador. Mi reto es poner límites claros a cualquier expresión de intolerancia, y marchar, manifestarme y hacer lo necesario para defender mi derecho a ser. Mi reto ha sido vivir fuera del clóset en mi propia familia, con ella y a veces dolorosamente a pesar de ella. Y, por encima de todo, mi reto es vivir fuera del clóset en mi propia intimidad, sin fantasmas atormentadores ni píldoras que me inciten a reprimir lo que soy.
No importa si la vida se me va en ello: la mayor defensa que tiene que hacer un ser humano, sea homosexual o no, es defender su derecho a ser.
*Este contenido representa la opinión del autor y no necesariamente la de HuffPost México.